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TAMARA LEMPICKA

Tamara de Lempicka había sido una pintora célebre en la Europa de los años treinta, al menos en los círculos de la nobleza declinante y de la burguesía rica, que disputaban para ser retratados por ella, y, después, cayó en el olvido: con la Segunda Guerra Mundial su estrella artística empieza a declinar, hasta desaparecer, aunque intentase aún jugar con la abstracción, como lo hizo también con el surrealismo. Tamara, convertida ya en baronesa, vive la guerra y la posguerra lejos de la Europa que la vio triunfar, ejerciendo en los Estados Unidos la función de dama del gran mundo que veía crecer las ruinas de su belleza, sin poder hacer nada por evitarlo. En 1972, siendo ya una anciana venerable, más de treinta años después de su marcha a Estados Unidos, una exposición de sus obras en París —semejante a la que, en este verano de 2004, ha organizado la Royal Academy of Arts, de Londres— la hizo de nuevo famosa, rescatándola del olvido, como si fuera un espectro que surgía de los locos años veinte, de la Europa de entreguerras marcada por la depresión pero también por el cabaret y el gusto por la vida, y que recuperaba con ella la dulzura de los sentidos y la sensualidad y el erotismo de un arte que parecía ser moderno, aunque fuese, ya en el momento de su creación, completamente arcaico.

LO MASCULINO Y LO FEMENINO EN SU OBRA DE ART DECÓ

Algunos de los cuadros de Tamara de Lempicka estaban ahora reunidos en esa Academia londinense, que le otorgaba el título de pintora "icono del art déco", al lado de la estación de Piccadilly. Me dirigía hacia allí en las primeras horas de la mañana, y, en esa boca de metro, mientras intentaba evocar algunas de sus pinturas, acababa de ver a una mujer que podía haber estado dentro de un cuadro de la pintora polaca, o rusa. Era una ilusión, producida por la ansiedad. En la entrada de la Royal Academy, en un gran patio adoquinado con pequeños surtidores en el centro, habían dispuesto grandes carteles de algunas de sus pinturas. Ante las salas donde se exponían sus cuadros, se alzaba una enorme fotografía de Tamara, en sus días de gloria, ataviada como una dama exquisita, adornados sus brazos con largos guantes negros y con un cigarrillo entre los dedos; también llevaba un collar de perlas, pieles en los hombros y un sombrero negro, pequeño: es la imagen de la mujer sofisticada que reinaba en los salones del gran mundo en la época de entreguerras en que ese art déco tuvo un breve momento de esplendor. Los retratos eran lo más sobresaliente de la exposición. Allí estaba el Retrato del Marqués Sommi, de 1925, uno de los amantes ocasionales de Tamara (aunque algunas fuentes lo dudan, dada la homosexualidad del marqués), y donde vemos al aristócrata italiano con pelo engominado y hombros rectilíneos. Más allá, otro óleo, el Retrato del príncipe Eristoff, de 1925, donde el noble, descendiente de una vieja familia georgiana desplazada también por la revolución bolchevique, como la propia Tamara, lleva un sorprendente traje lila, con cuello duro, y tiene una mirada perdida, melancólica. Al lado, el Retrato de la duquesa de La Salle, de 1925, que parecía adueñarse de toda la sala: la marquesa, una atrevida lesbiana, dominadora, está vestida de negro, como una amazona andrógina (no en vano, en esos años, en los círculos distinguidos y sin prejuicios, llamaban amazonas a las lesbianas), y lleva la blusa blanca abierta. Está apoyada en una escalera, y tiene una mano, indolente, en el bolsillo del pantalón. Tiene una llamativa peca encima del labio superior y mira fijamente, sabiendo que es la reina de las noches de sexo y cocaína. Todavía hoy no sabemos quién era esta mujer.

CARACTERÍCSTICAS DE LA OBRA DE TAMARA LEMPICKA

Se ve también el Retrato de Romana de La Salle, de 1928, donde la mujer, que no es la duquesa lesbiana, lleva un cursi vestido rosa, y mira al infinito. Me doy cuenta de que los personajes retratados casi nunca miran al espectador. Tienen miradas ausentes, y parecen no estar en este mundo. Algunos otros cuadros llaman la atención: el Retrato de André Gide, de 1925, donde sólo vemos el rostro del escritor, con los ojos casi cerrados, muy serio: el retrato de un personaje de quien nadie diría que frecuentaba los garitos de homosexuales y personajes equívocos. Ese encargo de Gide, un hombre ya célebre en los años veinte, fue el que empezó a labrar la fama de Tamara. Allí está también El sueño, de 1927, donde una mujer desnuda, de labios rojos —siempre labios rojos—, que se tapa el pecho con las manos, está a punto de dormir, o tal vez sueña. Y Adán y Eva, de 1931, donde los dos personajes están desnudos, ella con una manzana en la mano. Descubro uno de los cuadros que Tamara pintó de la bella Rafaela, y cuyo desnudo más conocido, tal vez el más valioso, está en manos de una estrella de Hollywood. Y Mujeres en el baño, de 1929, que recuerda a Ingres. Aún, El pájaro rojo, de 1924, una naturaleza muerta, con un pájaro de madera, rojo, un martillo y un folio enrollado, como si fuera una extraña alegoría de los comunistas en esos años bolcheviques en los que Tamara pinta el cuadro.

Y, sin embargo, pese a tantos cuadros sin interés, algunos de sus retratos y de sus desnudos siguen atrayéndonos, tal vez porque son ya para nosotros el reflejo oscuro de una época vigorosa y ruin, atrevida y obsesiva, ansiosa y degradada. Los personajes retratados parecen tener una ausencia vital deliberada: no es que hayan sido sorprendidos en aquella posición, sino que prescinden del espectador, de quien los mira, porque tienen una actitud elitista ante el mundo, que refleja la propia mirada de Tamara. Sus personajes son fríos, distantes, aunque se dejen ver; les gusta saberse admirados, pero rechazan entrar en contacto con el populacho. Apenas hay gentes del pueblo llano en los cuadros de Tamara. Ella misma tuvo años de estrecheces y bohemia, pero eran años de juventud, y todo era aún posible. Su propia vida, y la de los personajes que retrata, transcurría así, como en sus cuadros, rodeada de un mundo donde los problemas atenazaban siempre a otros y estaban lejos. Aunque hubiera excepciones, porque las pasiones dominan los sentidos y la vida: no hay más que reparar en Tamara yendo a buscar marineros a los bajos fondos de París, yendo a encontrarse con el sexo oscuro: es el reflejo de la mujer que busca la excitación imprescindible para aguantar el sopor de su existencia, del acomodado vacío en que se ahogaba, igual que hacían algunos personajes de la Barcelona burguesa, como nos cuenta Sagarra en Vida privada, que bajaban al barrio chino barcelonés, a buscar sexo y cocaína, porque sospechan, saben, que allí, en los barrios populares, pueden encontrar la verdadera vida.

Chica Rosas